lunes, 31 de enero de 2022

Sobrecarga informativa

Pocas dudas caben de que vivimos una época en la que se puede acceder con facilidad a una cantidad ingente de información. Nunca tanta gente había tenido a tanta información y además había accedido a ella con tanta rapidez. Cierto es que no podemos olvidar que en este tema, como en casi todos, no todo el mundo tiene ahora las mismas posibilidades de acceso; existe una potente brecha digital que amplía las diferencias entre diferentes grupos sociales.

Coincide este fenómeno con otro que es también muy importante: la alfabetización está masivamente generalizada, en concreto en los países de la Unión Europea, si bien aquí también debemos tener cuidado, puesto que es posible todavía tengamos en la EU en torno a setenta millones de analfabetos funcionales. Posiblemente, estamos en el período histórico que se lee más y leen más personas.

Pero esta disponibilidad de una amplísima información provoca algunos problemas de cierta importancia, siendo uno de ellos el que recibe el nombre de sobrecarga informativa. Podemos llamarlo también infobesidad o infoxicación. El primer nombre es más neutral, pero los dos siguientes apuntan ya hacia algo con ciertos rasgos de patología. Es decir, la cantidad de información puede ser demasiada hasta el punto de que, como ya se decía en mucho antes de la aparición de la digitalización, el exceso de información transforma la comunicación en puro ruido, confusión, o en un auténtico galimatías.


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Si en una entrada anterior hablamos del lado oscuro de las redes sociales, como una parte de una cierta obsesión por estar siempre informados, ahora nos centramos más en cómo recuperar la capacidad de superar el riesgo de la calidad de nuestra información vaya siendo menor cuanto más información tenemos. Un grupo de expertos, poro encargo de la Unión Europea, acuñó en su día el concepto “desorden informativo”, una expresión que intentaba poner algo de orden y precisión destacando tres distintos problemas: 

  • Misinformation En las redes se comparte mucha información falsa, sin intención de provocar perjuicio a nadie e incluso sin saber que no es verídica;
  • Disinformation (desinformación) o falsa información, que ya va acompañada de la intención de infligir daño a alguien, persona, asociación, institución…;
  • Mal-information (aquí la traducción más acertada sería “mala praxis”). En este caso, la información es veraz, pero la intención es causar daño algo que se hace cuando se publica información privada en el ámbito público. Muy distinto es publicar información que con toda seguridad ha a hacer daño, pero se hace para que se sepa la verdad.

Dejamos por el momento el tercer problema, que afectaría a casos como el de Snowden, y nos centramos ahora en indagar qué podemos hacer para mejorar nuestra capacidad leer con espíritu crítico: es decir,  tener un papel activo en la lectura y diferenciar qué información es fiable y cuál no lo es, para mejorar nuestra comprensión del mundo que nos rodea. Es el desafío que viene plantendo desde hace tiempo Nicholas Carr, denunciando el riesgo de que las redes sociales terminen incrementando nuestra estupidez. Pueden ser de gran utilidad las estrategias que expone Amaya Noaín Sánchez, centrándose en un tema que ha sido campo abonado para ver el serio problema de la infobesidad: la pandemia. La saturación de información ha sido enorme y las dificultades para evaluar la fiabilidad de las noticias han sido, y siguen siendo, grandes.

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Por ello, si encontramos un contenido que nos suscita dudas, tras leerlo por completo (parece obvio, pero no siempre lo hacemos) debemos evaluar una serie de aspectos:

  • Tener mucho cuidado con la información que utiliza un lenguaje simplista, exagerado, emocional maniqueo…
  • Buscar datos, pero intentando contrastar con más de una fuente y averiguando si la persona o la página merecen credibilidad. Desconfiar más de las noticias que no van firmadas con nombre y apellidos de la persona o referencias precisas de la institución que, además, ofrecen un enlace al que se puede acceder.
  • Preguntarnos por la intencionalidad de la información y ver si aparece en más de un medio de comunicación, buscando además medios de diferente orientación política o ideológica. Es muy negativo depender siempre de las fuentes con las que simpatizamos o que representan lo que nosotros pensamos, pues tendemos a dar credibilidad a quienes piensan como nosotros: muchas veces nos adherimos a informaciones y las compartimos en redes simplemente porque refuerzan nuestras creencias. Ese problema se ha acentuado por la capacidad de los algoritmos de búsqueda de información de generar lo que Eli Parisier llama el efecto burbuja. Eso además está multiplicado si damos demasiado valor a la información que nos llega en las redes sociales: Instagram, WhatsApp, Facebook, Twitter. Tiktok…
  • No obstante, si no proviene de una fuente oficial o un medio conocido, deberíamos comprobar si aparece en otros medios (esto también nos sirve para recopilar distintos puntos de vista sobre la misma información). En este sentido, debemos evitar caer en la trampa de la “narrativa de la conspiración”: para su difusión, los bulos usan técnicas de mercadotecnia. En ocasiones pueden crear la sensación de estar divulgando información “exclusiva” a la que la audiencia media no es capaz de acceder y que, por tanto, no aparece en los medios oficiales.

Finalmente, si aún tenemos dudas, podemos contactar con una de las múltiples plataformas de verificación de contenidos, como las citadas, que dispersarán nuestra incertidumbre sobre la información.

Y todo eso recordando que la infobesidad, como la obesidad, quizá pueda reducirse si reducimos sensatamente el tiempo que dedicamos a las redes sociales. Al final, un daño colateral no menor es que esa obesidad informativa perjudican uestra capacidad de tomar buenas decisiones. Hay indicios de que la gente sí está tomando nota y procurando minimizar los daños.



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